jueves, 23 de diciembre de 2010

Pasado

"-Pero un músico sabe que el pasado no existe. Esos que pintan o escriben no hacen más que acumular pasado sobre sus hombros. Palabras o cuadros. Un músico está siempre en el vacío. Su música deja de existir en el instante en el que ha terminado de tocarla. Es el puro presente."

Antonio Muñoz Molina



    El pasado mata de la manera más dolorosa. El pasado mata y sienta ley. La mía fue el silencio, y la muerta, la mujer a la que más amé. Pero a ésta, creo, no la mató el pasado. Ella, tras agonizar durante algunos meses, se suicidó de repente. Y yo, que la amaba, fui muerto con ella. Ella, pasado, me condenó al silencio de la tumba por dejar de respirar el aire viciado de miradas falsas, por beber vida de nuevo en los lagos de agua clara que encontré en la nieve.

    Dijo que me mataba por amor, mas, como más de un sentimiento cabe perfectamente en el corazón del tiempo, yo juro que algo influyeron la envidia y los celos, porque, por amor solo, me hubiera dado la vida quince días antes, no la muerte envuelta en lágrimas.

    Y ahora, después de muerto, me tortura en el hoyo con un sufrir disfrazado de gracia, pues antes prefiero el silencio que el trato como a un cualquiera, con desinteresados ojos que miran sin ver y susurros a modo de saludo.

    Seis meses, sólo seis meses, y entonces vendrán los kilómetros. Muchos. Y esa distancia existirá un año. Pasado el tiempo, cuando la muerte, de normal, parezca vida, nada habrá que me diferencie del tendero de la esquina, y será este, para mí, el último anillo de su infierno.

    Descubrimos en los textos el sentimiento más preciso para cada momento. Ayer, al leer otra vez el último poema de "Veinte poemas de amor y una canción desesperada", me vino a la cabeza de repente.

                                  

                                     Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

                                    Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
                                    y tiritan, azules, los astros, a lo lejos».

                                   El viento de la noche gira en el cielo y canta.

                                   Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
                                   Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

                                   En las noches como esta la tuve entre mis brazos.
                                  La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

                                  Ella me quiso, a veces yo también la quería.
                                 Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

                                 Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
                                Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

                                Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
                                Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

                               Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
                               La noche está estrellada y ella no está conmigo.

                               Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
                              Mi alma no se contenta con haberla perdido.

                              Como para acercarla mi mirada la busca.
                             Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

                             La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
                            Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

                            Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
                           Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

                           De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
                           Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

                           Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
                           Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

                           Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos,
                          Mi alma no se contenta con haberla perdido.

                          Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
                          y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.

                                                                                               Pablo Neruda

     Y a ti, amado presente, te pido perdón por haber escapado a tu influencia el rato que me ha llevado escribir esto, pero el exorcismo es necesario cuando no te caben ya más fantasmas dentro.

     Y esta vez, querido pasado, juro que son los últimos versos que te escribo.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Y extrañarte es, siempre egoísta, ya sabes, extrañarme a mí mismo, a la buena persona que no seré sin verte, encerrada en el loco odiante que te observa, siempre libre, siempre tú, ir y venir, y que te espera, siempre libre, siempre tú, al otro lado del cristal, en su túnel.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Nancy Dixit

     ¿Quieres bailar conmigo bajo la lluvia? He encontrado unas botas de agua de color rojo que me dejan pisar todos los charcos. Si quieres subo a la buhardilla a por unas para ti. Ya sabes que lo guardo todo. Las cojo y nos vamos en mi coche nuevo, que tenemos gasolina para perdernos. He oído en la radio que amenazan lluvia en todos los sitios a donde vayamos. Sólo tenemos que poner esa canción a todo volumen y empezarán a mojarse nuestros cristales. No tengas prisa por salir del coche, que me encanta oír el repiqueteo de las lágrimas de las nubes. Mira. No hables. Sólo escucha. ¿A qué es el sonido más bonito del universo? Lo único que puedes hacer ahora es mentirme y besarme. Venga. Corre. Que los meteorólogos dicen que queda poco agua en el cielo y aún no hemos bailado. Hace frío. Mucho frío. Pero estás junto a mí y eso me hace sonreír. Vamos a bailar. Cógeme como a las princesas de los cuentos y que la canción de la lluvia se funda con nuestros cuerpos. Baila. Llueve. 
 

miércoles, 27 de octubre de 2010

Zalacaín

Ayer hacía frío, muchísimo frío. Lo sé porque temblaba como un chiquillo asustado, escondiéndome detrás de la taza del segundo solo. Notaba en mi bolsillo derecho el bolígrafo que me dejó la camarera del café. Él había ya había hablado antes que yo. Jamás ese café fue tan acogedor.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Cuando se despertó, no recordaba nada de la noche anterior y el peso insolente del alcohol se dejó notar como un huésped desagradable en su consciencia. Supongo que me miró con una mezcla de extrañeza y arrepentimiento cuando vio mi cabeza dormida a su lado. Supongo que se levantó sin hacer ruido y se lavó la cara abriendo poco el grifo para no despertarme, viendo su hermosa figura de mujer en el espejo, dejando que su propio reflejo se recrease en la belleza que tenía delante y que después, se sentó, aún desnuda, en el borde de la cama. La imagino buscando a tientas su ropa interior, desperdigada por el suelo, y poniéndosela con mucho cuidado, conteniendo la respiración y sopesando la amplitud de cada uno de sus movimientos. Quizá en ese momento se puso, con un cuidado y una tranquilidad insultantes, rayanos en la parodia, la misma camisa verde que le había arrancado la noche anterior, desbaratando el irreal sueño que habíamos vivido juntos. Pienso que, haciendo gala de ese orden que caracteriza a las personas que tienen su vida patas arriba, apagó la luz del cuarto de baño, cerró la puerta y se dirigió al recibidor donde nos habíamos comenzado a besar la noche anterior. Supongo que fue en ese instante cuando abrió la puerta de la escalera con el mismo cuidado que había regido sus movimientos anteriores, y estoy seguro de que al poner un pie fuera, cerrando la puerta aún a riesgo de despertarme con el chirrido impertinente que tuvo que quedar suspendido tras ella en el aire a modo de emisario nefasto de su huída, maldijo el instante en el que hubo de conocerme. (2009)

lunes, 4 de octubre de 2010

¿"A oscuras", dices? La luz que tu prosa emana es bastante para iluminarte.
¿Escondida entre el hielo? Imposible con la calidez de tu mirada.
Y, ya que es en esa casa helada que dices habitar donde se gesta el mundo que, sin tu consentimiento, he decidido, en la medida que me corresponde, hacer mío, se ha convertido en un lugar donde parar a descansar, en el tránsito entre esta mierda de realidad mía y la tuya, bella y apacible, de la peste que echa la mediocridad.

Yo, por mi parte, nunca uso paraguas, mas siempre podremos, si te apetece, mojarnos juntos.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Quitamiedos

Y me duelen los ojos de leer en azul todos los textos que había. Todos. Y hasta hoy, que he devorado cada letra escrita, jamás hubiera imaginado que detrás de una eterna cara amable, y dentro del mar que se asoma a sus ojos, existía esa forma de mirar al mundo, tan lúcida que asusta y te deja pequeño, temblando. Hoy se renueva mi fé en la literatura de blog. Qué falta le hacía.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Cerrar por fuera

Si escribiera sólo para ti, mis versos sonarían a repiqueteo de gotas en el suelo, esas que una vez oímos desde unos soportales. Si escribiera sólo para ti, mis versos serían perfectos, y estarían enfermos, y lúcidos, como los de Luna Miguel, y sabrían a dónde dirigirse, y no morirían en el camino. Si sólo escribiera pensando en ti, escucharías en ellos a Biralbo, o a Giacomo Dolphin Trio, riéndose del mundo, desdeñando de manera suicida la vida, y todo sonaría como debía de sonar el Lady Bird. Mis versos serían humo, olerían a tabaco y a muerte, a amores de esos que no existen. Si sólo me acordara de ti al escribir, hablaría de viajes a Alemania y de cartas que no sabía si se recibían, de la sonrisa falsa de todos los Toutsaints Morton del mundo y de una huída frenética, demente, a Lisboa.

Hubo un momento, te lo juro, que me creí que era así. Me creí que el mundo nacía de las yemas de mis dedos, que se desdoblaba para que nosotros tuviéramos el nuestro ficticio dentro de éste real, para que la vida, y la cantidad ingente de hijos de puta que la pueblan, nos dejaran en paz, y nos dejara leer tranquilamente en los ojos del otro las mentiras que nos decíamos a sabiendas, y las historias de noches en bares y whiskys que inventábamos.

En ese tiempo, pensé que gracias a ti. Pensé que aquello que no existía, de alguna manera se tenía que manifestar, y creí que, simplemente, lo hacía así. Y entonces llegó el acomodo. Y nos cerraron los bares, y ardió Lisboa. Y los versos no sonaban a nada. Ni las canciones. Y pensé que por tu culpa.

Y ahora, somos “modernos”, y me encantaría saber en quien cojones nos hemos convertido. Y me encantaría saber quién cojones eres tú ahora, porque, aunque me duela admitirlo, hay como mínimo tres versiones de ti misma. Y resulta que ahora, ya ni llueve, ni volverá a hacerlo nunca, si no es una lluvia provocada, controlada, y debidamente evacuada, para que no desborde el mundo, y todo siga su curso, predecible y descafeinado. Y ahora me callo, y no te digo lo que quiero, porque vivir con un reflejo es mejor que beberse a chupitos la realidad, pero toda esta mierda de pseudo mundo falso llega hasta aquí. Creo firmemente que mi prosa lo agradecerá bastante. Principalmente, porque necesito volver a hacer mías las dos palabras que esta mierda de nueva aséptica dimensión, de mírame y no me toques, del masoquismo, me prohíbe.

Te juro que es la última vez que te lo voy a decir nunca más: te quiero. Te quiero. Y no busco que vuelva a subir Biralbo al escenario del Lady Bird. Lo único que pretendo es desquitarme, largarme, cerrar la puerta por fuera con un mínimo de dignidad, y poder apartar la vista de los sitios en los que no quiero estar. Encender un cigarro, componer el gesto y salir a la calle pisando fuerte y duro, y añadiendo un fantasma, un amor perdido más, a mi memoria.

Así que yo me bajo, pero tú sigue en tu torre, y ojalá venga alguno y te acaricie el pelo. Y trepe.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Non ci cercammo allora. Ora non piove.

Y te escondes. Lo peor es que te escondes. Y te desentiendes. Y me pides (me exiges, pero eso tú no lo sabes) que finja. Y oigo tus palabras como si no las oyera yo, las oigo como si fueran dichas en otra época; en otra vida, allá donde aún significaran algo y donde llueve. Llueve. Y se nos mojan los pies. Y merece la pena. Detengo mi respiración, pero así oigo la tuya, y ya no sé qué es peor. Y finjo, y entonces nos colamos en los cines, y bebemos cerveza, y nos rozamos sin querer, niños que se tocan mientras juegan, y, por un instante, vuelve a llover. Como antes.

Hoy, el puto sol del verano derrite las piedras. Y mientras, me ducho, y cierro los ojos. Y llueve.

viernes, 27 de agosto de 2010

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 Sé que no existe, pero lo estoy mirando a los ojos,
Consciente de la tremenda muerte,
Del engaño.
Te mentiré por la mañana,
Mientras estemos muertos.
Mientras creas respirar,
Correremos buscando el extremo del viaje
Infinito y todo gritará nuestros nombres.

Te mentiré por la  mañana, mientras sueñas que despiertas,
Haciéndome sentir como si nunca hubiera nacido.
Entonces conocerás tu propio nombre y cuando despertemos
No habrá pasado nada
Y seguiremos muertos.


Y es que nunca, nunca pasa nada. Y aún seguimos muertos. O quizá sea solamente que nunca nacimos. Pero, resulta que al final, sí que existía.

lunes, 19 de julio de 2010

De güisquis y pianos y jazzmen

Se incorporó un poco en la cama, sintiendo los brazos entumecidos y las piernas cansadas y todo su cuerpo atrapado en el recuerdo borroso, onírico, tranquilo y arrogante del alcohol.
Se encontró asomado a un conocido y oscuro rincón de su conciencia, distorsionada por su propia inexistencia, donde viaja la gente cuando no tiene nada ya que perder. Y ese sentimiento se volvió, con el peso de una losa, una verdad inalienable, una realidad admitida hacía años, cuyo conocimiento le pesaba horriblemente en eso que llaman alma, y que, en su opinión, solo podía existir en el tiempo que dura cada nota. Era una verdad al mismo tiempo liberadora y martirizante, que le hacía no depender de nadie, no creer en los lugares ni en el pasado. Ni siquiera la concepción del tiempo es la misma cuando eres consciente de que no te juegas ya nada, de que todos los golpes se pueden encajar con una botella de güisqui.   (Sept. 2009)

martes, 13 de julio de 2010

viernes, 2 de julio de 2010

“Harás tuyo lo que antes era de todos, si no te quedas en torno a un círculo mezquino y banal, si no te empeñas, intérprete servil, en traducir palabra por palabra”

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     ...........pues eso.

miércoles, 9 de junio de 2010

Tras la lluvia


Dejó de llover y salimos del portal en el que nos habíamos guarecido, aguardando a que escampara. Los charcos alfombraban las aceras y las luces de la calle se reflejaban en el agua del suelo como si quisiera desdoblarse el mundo. Los negros nubarrones se alejaban y un persistente olor húmedo colmaba la calle. Entonces, todo pareció cambiar en ella: soltó mi mano con delicadeza, se alejó  unos pasos e inspiró profundamente. Cuando se giró, su mirada contenía las nubes que yo había visto huir, todas las nubes del mundo. Juro que llovía en aquellos ojos, los más tristes y bellos que yo haya podido contemplar nunca. Todavía hoy, juro que llovía cuando su pupila me reflejó, al besarme tristemente en los labios.

lunes, 31 de mayo de 2010

A Ethos


JORGE MANRIQUE
        
              La breve obra conservada de JM es exclusivamente poética son cuarenta y nueve poemas con menos de dos mil cuatrocientos versos. Estos poemas tratan casi todos temas amorosos. Hay tres poemillas burlescos y dos de contenido moral: las coplas, cuatrocientos ochenta versos, y el principio de un poema titulado “contra el mundo” que estaba escribiendo cuando murió y que fue hallado entre su ropa.
Si no fuera por las coplas, Manrique sería un poeta más de los muchísimos que por entonces cantaban a sus damas con los tópicos del amor cortés.
Las coplas: métrica y mensaje
Esta gran elegía a Rodrigo Manrique consta de cuarenta estrofas llamadas “coplas de pie quebrado” o “manriqueñas”. Cada una de ellas es una sextilla doble y tiene por tanto doce versos. Dentro de cada sextilla son octosílabos el primero, el segundo, el cuarto y el quinto, y tetrasílabos el tercero y el sexto. Su fórmula métrica es: 8a 8b 4c 8a 8b 4c / 8d  8e 4f 8d 8e 4f. En general, los doce versos desarrollan un pensamiento completo y coherente, y cada verso alberga una unidad sintáctica. El ritmo producido por la secuencia de dos octosílabos seguidos de un tetrasílabo es muy solemne. El tetrasílabo introduce rítmicamente una ruptura, un corte del discurso, como si obedeciera a un desaliento, a una pérdida de fuerzas por parte del poeta, que se adecúa muy bien al tono funeral del poema.

El lenguaje utilizado por Manrique es de gran sobriedad, en contraste con el muy latinizante que constituía la moda en el s.XV, impulsada por Mena y Santillana. Nuestro poeta introduce cultismos pero con tanto acierto que casi todos  ellos pertenecen hoy al habla común. Se observan en las coplas vacilaciones idiomáticas típicas de su época. La lengua, aunque camina hacia su fijación, no está fijada todavía, y así, Manrique escribe con “f” inicial o con “h” aspirada. Otras veces utiliza “non”, intercambiándolo con “no”. Son vacilaciones porque todavía el sistema no está fijo en el siglo XV.

ESTRUCTURA

Es fácil percibir en esta elegía dos partes: las veinticuatro primeras estrofas desarrollan ideas generales sobre la brevedad de la vida y vanidad de las cosas mundanas. En las dieciséis últimas se hace el elogio fúnebre de Don Rodrigo. De esta manera, Manrique sigue una línea que va de lo general a lo particular. La crítica estima esto como un acierto. Si el orden fuera inverso, tal vez la elegía iría perdiendo densidad, ya que lo más sentido y emocionante de ella es el dolor concreto del hijo ante la muerte de su padre. Expresándose esto al final, la emoción va creciendo y haciéndose más aguda, con lo cual, el resultado artístico es superior.

ORIGINALIDAD.

Puede asegurarse que ni una sola de las ideas que desarrolla Manrique en su elegía es original. Todas eran de circulación general en la Edad Media, e incluso antes. Muchas tienen origen bíblico. Su originalidad, como suele ocurrir en muchas obras maestras, no radica pues en la invención de temas, o en la novedad de sentimientos, sino en la hondura y sinceridad con que el poeta hace suyos como si fueran inventados por él aquellos grandes temas. Y claro es, en lo afortunado y exacto de su formulación verbal, con acuñaciones lingüísticas que mueven el espíritu del lector. No olvidemos que la calidad literaria no la dan los contenidos, sino la perfecta expresión de éstos en la estructura de la obra y en el tejido verbal.

El poeta Quintana, del s.XIX, dijo que las coplas eran un sermón funeral, y no le faltaba razón, al menos en lo que se refiere a la primera parte. Desde el principio, se advierte el tono exhortativo que las caracteriza.

En la segunda parte, cuando la muerte se dirige a don Rodrigo, el tono exhortativo es aún más marcado. En  correspondencia con este tono, como ha señalado Pedro Salinas, el gran poeta, está la sentenciosidad, el poema está plagado de sentencias, que se recuerdan como máximas de valor eterno. “cualquier tiempo pasado fue mejor” “nuestras vidas son los ríos que van a parar a la mar”. A pesar, pues, de su escasa originalidad, se produce el milagro del arte por la autenticidad con que Manrique escribe y por el prodigioso equilibro estético que alcanza entre fondo y  forma. Todos los grandes poetas españoles han admirado las coplas, desde Lope de Vega, que dijo que merecían ser escritas en letras de oro, a Antonio Machado, el cual asegura en un poema: entre los poetas míos, tiene Manrique un altar.

lunes, 26 de abril de 2010

Sigue habiendo sólo interpretaciones


      La última entrada sirvió como ejemplo del cambio de realidad literaria del silgo XX. Para ello, les mostré el cuento de Borges, "Emma Zunz". Bien, en esta entrada les enseñaré (o más bien le enseñaré a Ethos) uno de Pablo Palacios, para terminar de ejemplificar, y, sinceramente, porque me gusta mucho, y como es mi bitácora, tengo patente de corso.

       Puede que sea una entrada demasiado larga, pero no les voy a pedir perdón por ello, porque leer no es un ejercicio que canse demasiado y porque les aseguro que merece la pena.


¿"Cómo echar al canasto los
palpitantes acontecimientos callejeros?"
"Esclarecer la verdad es acción moralizadora."
EL COMERCIO de Quito

          "Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía No.451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes de la estación mas cercana de autos y condujo al herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas.
       
  "Esta mañana, el señor Comisario de la 6a. ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.
        
"Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho." No decía más la crónica roja del Diario de la Tarde.
        
Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.

         Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula.

         Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe que de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. -Esto es esencial, muy esencial.

         La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (véase Aristóteles y Bacon).

El primero, la deducción me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja.

         La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido... ¿Cómo es? No lo recuerdo bien... En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?) Si he dicho bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.

         Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer.
         -Bueno, y ¿cómo aplico este método maravilloso? -me pregunté.
         ¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años.

         Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero -no había apartado nunca de mi mesa el aciago Diario- y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio -¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!

         Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado.

         Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de "Esta mañana, el señor Comisario de la 6a...." fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: "Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso." Y yo, por una fuerza secreta de intuición, que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.

         Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar que clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era... No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras...

         Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas.

         Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6a. quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:

         -¡Ah!, sí... El asunto ese de un tal Ramírez... Mire que ya nos habíamos desalentado... ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; por qué no se sienta señor... Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció... el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso... algún deudo... ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame... mi más sincero...

         -No, señor -dije yo indignado-, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más...

         Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? "Soy un hombre que se interesa por la justicia." ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más, apresuréme: -Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas...
        
El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.

Y se portó muy culto:
         -Usted se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero... Eso sí, con cargo de devolución -me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos.
         Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías.
         -Y dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
         -Una seña particular... un dato... No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura -el Comisario era un poco alto-; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular... no... al menos que yo recuerde...

        Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
         Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
         Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance.
         Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra. Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.

         Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.

         Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado.

         Cogí un papel, trace las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable... ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.

         Después... después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.
         ¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez!
         Mas, ¿a qué viene esto? Yo trataba... trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron... Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
         El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera);
         Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años;
         Octavio Ramírez andaba escaso de dinero;
         Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.

Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad.
Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenia que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo.

         ¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna.

         ¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones:
         "Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado" o
         "Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí" o
         "Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos"?
         Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso.
         También era muy fácil declarar:
         "Tuvimos una reyerta."

         Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores.

         Nada, que a lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:

         Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día 12 de enero de este año.

         Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos.
         Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad teatro del suceso.

La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.

         Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.

         Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas...

         Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente.

         Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió.
         -¡Pst! ¡Pst! El muchacho se detuvo.
         -Hola rico... ¿Qué haces por aquí a estas horas?
         -Me voy a mi casa... ¿Qué quiere?
         -Nada, nada... Pero no te vayas tan pronto, hermoso...
         Y lo cogió del brazo.
         El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.
         -¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa.
         Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
         -¡Papá! ¡Papá!
         Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo.
         Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.
         -¿Que quiere usted, so sucio?
         Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.

¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!

Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!

Así:

¡Chaj!

                   con un gran espacio sabroso.

¡Chaj!
                                                                                                         Pablo Palacios "Un hombre muerto a puntapiés"

domingo, 25 de abril de 2010

No existen hechos, sólo interpretaciones

   
      Cuando Niezstche escribió estas palabras, quizá no imaginó que se convertirían en estandarte del cambio de mentalidad literaria del siglo XX en relación al XIX. De un siglo donde el realismo y el naturalismo constituirían la espina dorsal de la literatura universal, donde se copia la naturaleza de una manera exacta, hasta el punto de ser ésta más importante que el propio hombre, se pasa a otorgar a las propias palabras, hasta entonces mero medio para representar la naturaleza, el papel de realidad misma. De este modo, la mentira y la verdad, el bien y el mal, se relativizan, y se otorga al hombre un papel protagonista en la literatura.

    Para ejemplificarlo, déjenme mostrarles uno de los cuentos más famosos e importantes del siglo XX.

      
     El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

      Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo, comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido- en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.


      En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.


     No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.


      El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.


      Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.


      ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.


      Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

 

      La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

       Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.


       Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...


La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

    
                                                     "Emma Zunz" Jorge Luis Borges. Extraído de su obra "El Aleph"