lunes, 26 de abril de 2010

Sigue habiendo sólo interpretaciones


      La última entrada sirvió como ejemplo del cambio de realidad literaria del silgo XX. Para ello, les mostré el cuento de Borges, "Emma Zunz". Bien, en esta entrada les enseñaré (o más bien le enseñaré a Ethos) uno de Pablo Palacios, para terminar de ejemplificar, y, sinceramente, porque me gusta mucho, y como es mi bitácora, tengo patente de corso.

       Puede que sea una entrada demasiado larga, pero no les voy a pedir perdón por ello, porque leer no es un ejercicio que canse demasiado y porque les aseguro que merece la pena.


¿"Cómo echar al canasto los
palpitantes acontecimientos callejeros?"
"Esclarecer la verdad es acción moralizadora."
EL COMERCIO de Quito

          "Anoche, a las doce y media próximamente, el Celador de Policía No.451, que hacía el servicio de esa zona, encontró, entre las calles Escobedo y García, a un individuo de apellido Ramírez casi en completo estado de postración. El desgraciado sangraba abundantemente por la nariz, e interrogado que fue por el señor Celador dijo haber sido víctima de una agresión de parte de unos individuos a quienes no conocía, sólo por haberles pedido un cigarrillo. El Celador invitó al agredido a que le acompañara a la Comisaría de turno con el objeto de que prestara las declaraciones necesarias para el esclarecimiento del hecho, a lo que Ramírez se negó rotundamente. Entonces, el primero, en cumplimiento de su deber, solicitó ayuda de uno de los chaufferes de la estación mas cercana de autos y condujo al herido a la Policía, donde, a pesar de las atenciones del médico, doctor Ciro Benavides, falleció después de pocas horas.
       
  "Esta mañana, el señor Comisario de la 6a. ha practicado las diligencias convenientes; pero no ha logrado descubrirse nada acerca de los asesinos ni de la procedencia de Ramírez. Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso.
        
"Procuraremos tener a nuestros lectores al corriente de cuanto se sepa a propósito de este misterioso hecho." No decía más la crónica roja del Diario de la Tarde.
        
Yo no sé en qué estado de ánimo me encontraba entonces. Lo cierto es que reí a satisfacción. ¡Un hombre muerto a puntapiés! Era lo más gracioso, lo más hilarante de cuanto para mí podía suceder. Esperé hasta el otro día en que hojeé anhelosamente el Diario, pero acerca de mi hombre no había una línea. Al siguiente tampoco. Creo que después de diez días nadie se acordaba de lo ocurrido entre Escobedo y García.

         Pero a mí llegó a obsesionarme. Me perseguía por todas partes la frase hilarante: ¡Un hombre muerto a puntapiés! Y todas las letras danzaban ante mis ojos tan alegremente que resolví al fin reconstruir la escena callejera o penetrar, por lo menos, en el misterio de por qué se mataba a un ciudadano de manera tan ridícula.

         Caramba, yo hubiera querido hacer un estudio experimental; pero he visto en los libros que tales estudios tratan sólo de investigar el cómo de las cosas; y entre mi primera idea, que era ésta, de reconstrucción, y la que averigua las razones que movieron a unos individuos a atacar a otro a puntapiés, más original y beneficiosa para la especie humana me pareció la segunda. Bueno, el por qué de las cosas dicen que es algo incumbente a la filosofía, y en verdad nunca supe que de filosófico iban a tener mis investigaciones, además de que todo lo que lleva humos de aquella palabra me anonada. Con todo, entre miedoso y desalentado, encendí mi pipa. -Esto es esencial, muy esencial.

         La primera cuestión que surge ante los que se enlodan en estos trabajitos es la del método. Esto lo saben al dedillo los estudiantes de la Universidad, los de los Normales, los de los Colegios y en general todos los que van para personas de provecho. Hay dos métodos: la deducción y la inducción (véase Aristóteles y Bacon).

El primero, la deducción me pareció que no me interesaría. Me han dicho que la deducción es un modo de investigar que parte de lo más conocido a lo menos conocido. Buen método: lo confieso. Pero yo sabía muy poco del asunto y había que pasar la hoja.

         La inducción es algo maravilloso. Parte de lo menos conocido a lo más conocido... ¿Cómo es? No lo recuerdo bien... En fin, ¿quién es el que sabe de estas cosas?) Si he dicho bien, este es el método por excelencia. Cuando se sabe poco, hay que inducir. Induzca, joven.

         Ya resuelto, encendida la pipa y con la formidable arma de la inducción en la mano, me quedé irresoluto, sin saber qué hacer.
         -Bueno, y ¿cómo aplico este método maravilloso? -me pregunté.
         ¡Lo que tiene no haber estudiado a fondo la lógica! Me iba a quedar ignorante en el famoso asunto de las calles Escobedo y García sólo por la maldita ociosidad de los primeros años.

         Desalentado, tomé el Diario de la Tarde, de fecha 13 de enero -no había apartado nunca de mi mesa el aciago Diario- y dando vigorosos chupetones a mi encendida y bien culotada pipa, volví a leer la crónica roja arriba copiada. Hube de fruncir el ceño como todo hombre de estudio -¡una honda línea en el entrecejo es señal inequívoca de atención!

         Leyendo, leyendo, hubo un momento en que me quedé casi deslumbrado.

         Especialmente el penúltimo párrafo, aquello de "Esta mañana, el señor Comisario de la 6a...." fue lo que más me maravilló. La frase última hizo brillar mis ojos: "Lo único que pudo saberse, por un dato accidental, es que el difunto era vicioso." Y yo, por una fuerza secreta de intuición, que Ud. no puede comprender, leí así: ERA VICIOSO, con letras prodigiosamente grandes.

         Creo que fue una revelación de Astartea. El único punto que me importó desde entonces fue comprobar que clase de vicio tenía el difunto Ramírez. Intuitivamente había descubierto que era... No, no lo digo para no enemistar su memoria con las señoras...

         Y lo que sabía intuitivamente era preciso lo verificara con razonamientos, y si era posible, con pruebas.

         Para esto, me dirigí donde el señor Comisario de la 6a. quien podía darme los datos reveladores. La autoridad policial no había logrado aclarar nada. Casi no acierta a comprender lo que yo quería. Después de largas explicaciones me dijo, rascándose la frente:

         -¡Ah!, sí... El asunto ese de un tal Ramírez... Mire que ya nos habíamos desalentado... ¡Estaba tan oscura la cosa! Pero, tome asiento; por qué no se sienta señor... Como Ud. tal vez sepa ya, lo trajeron a eso de la una y después de unas dos horas falleció... el pobre. Se le hizo tomar dos fotografías, por un caso... algún deudo... ¿Es Ud. pariente del señor Ramírez? Le doy el pésame... mi más sincero...

         -No, señor -dije yo indignado-, ni siquiera le he conocido. Soy un hombre que se interesa por la justicia y nada más...

         Y me sonreí por lo bajo. ¡Qué frase tan intencionada! ¿Ah? "Soy un hombre que se interesa por la justicia." ¡Cómo se atormentaría el señor Comisario! Para no cohibirle más, apresuréme: -Ha dicho usted que tenía dos fotografías. Si pudiera verlas...
        
El digno funcionario tiró de un cajón de su escritorio y revolvió algunos papeles. Luego abrió otro y revolvió otros papeles. En un tercero, ya muy acalorado, encontró al fin.

Y se portó muy culto:
         -Usted se interesa por el asunto. Llévelas no más caballero... Eso sí, con cargo de devolución -me dijo, moviendo de arriba a abajo la cabeza al pronunciar las últimas palabras y enseñándome gozosamente sus dientes amarillos.
         Agradecí infinitamente, guardándome las fotografías.
         -Y dígame usted, señor Comisario, ¿no podría recordar alguna seña particular del difunto, algún dato que pudiera revelar algo?
         -Una seña particular... un dato... No, no. Pues, era un hombre completamente vulgar. Así más o menos de mi estatura -el Comisario era un poco alto-; grueso y de carnes flojas. Pero una seña particular... no... al menos que yo recuerde...

        Como el señor Comisario no sabía decirme más, salí, agradeciéndole de nuevo.
         Me dirigí presuroso a mi casa; me encerré en el estudio; encendí mi pipa y saqué las fotografías, que con aquel dato del periódico eran preciosos documentos.
         Estaba seguro de no poder conseguir otros y mi resolución fue trabajar con lo que la fortuna había puesto a mi alcance.
         Lo primero es estudiar al hombre, me dije. Y puse manos a la obra. Miré y remiré las fotografías, una por una, haciendo de ellas un estudio completo. Las acercaba a mis ojos; las separaba, alargando la mano; procuraba descubrir sus misterios.

         Hasta que al fin, tanto tenerlas ante mí, llegué a aprenderme de memoria el más escondido rasgo.

         Esa protuberancia fuera de la frente; esa larga y extraña nariz ¡que se parece tanto a un tapón de cristal que cubre la poma de agua de mi fonda!, esos bigotes largos y caídos; esa barbilla en punta; ese cabello lacio y alborotado.

         Cogí un papel, trace las líneas que componen la cara del difunto Ramírez. Luego, cuando el dibujo estuvo concluido, noté que faltaba algo; que lo que tenía ante mis ojos no era él; que se me había ido un detalle complementario e indispensable... ¡Ya! Tomé de nuevo la pluma y completé el busto, un magnífico busto que de ser de yeso figuraría sin desentono en alguna Academia. Busto cuyo pecho tiene algo de mujer.

         Después... después me ensañé contra él. ¡Le puse una aureola! Aureola que se pega al cráneo con un clavito, así como en las iglesias se las pegan a las efigies de los santos.
         ¡Magnífica figura hacía el difunto Ramírez!
         Mas, ¿a qué viene esto? Yo trataba... trataba de saber por qué lo mataron; sí, por qué lo mataron... Entonces confeccioné las siguientes lógicas conclusiones:
         El difunto Ramírez se llamaba Octavio Ramírez (un individuo con la nariz del difunto no puede llamarse de otra manera);
         Octavio Ramírez tenía cuarenta y dos años;
         Octavio Ramírez andaba escaso de dinero;
         Octavio Ramírez iba mal vestido; y, por último, nuestro difunto era extranjero.

Con estos preciosos datos, quedaba reconstruida totalmente su personalidad.
Sólo faltaba, pues, aquello del motivo que para mí iba teniendo cada vez más caracteres de evidencia. La intuición me lo revelaba todo. Lo único que tenia que hacer era, por un puntillo de honradez, descartar todas las demás posibilidades. Lo primero, lo declarado por él, la cuestión del cigarrillo, no se debía siquiera meditar. Es absolutamente absurdo que se victime de manera tan infame a un individuo por una futileza tal. Había mentido, había disfrazado la verdad; más aún, asesinado la verdad, y lo había dicho porque lo otro no quería, no podía decirlo.

         ¿Estaría beodo el difunto Ramírez? No, esto no puede ser, porque lo habrían advertido enseguida en la Policía y el dato del periódico habría sido terminante, como para no tener dudas, o, si no constó por descuido del repórter, el señor Comisario me lo habría revelado, sin vacilación alguna.

         ¿Qué otro vicio podía tener el infeliz victimado? Porque de ser vicioso, lo fue; esto nadie podrá negármelo. Lo prueba su empecinamiento en no querer declarar las razones de la agresión. Cualquier otra causal podía ser expuesta sin sonrojo. Por ejemplo, ¿qué de vergonzoso tendrían estas confesiones:
         "Un individuo engañó a mi hija; lo encontré esta noche en la calle; me cegué de ira; le traté de canalla, me le lancé al cuello, y él, ayudado por sus amigos, me ha puesto en este estado" o
         "Mi mujer me traicionó con un hombre a quien traté de matar; pero él, más fuerte que yo, la emprendió a furiosos puntapiés contra mí" o
         "Tuve unos líos con una comadre y su marido, por vengarse, me atacó cobardemente con sus amigos"?
         Si algo de esto hubiera dicho a nadie extrañaría el suceso.
         También era muy fácil declarar:
         "Tuvimos una reyerta."

         Pero estoy perdiendo el tiempo, que estas hipótesis las tengo por insostenibles: en los dos primeros casos, hubieran dicho algo ya los deudos del desgraciado; en el tercero su confesión habría sido inevitable, porque aquello resultaba demasiado honroso; en el cuarto, también lo habríamos sabido ya, pues animado por la venganza habría delatado hasta los nombres de los agresores.

         Nada, que a lo que a mí se me había metido por la honda línea del entrecejo era lo evidente. Ya no caben más razonamientos. En consecuencia, reuniendo todas las conclusiones hechas, he reconstruido, en resumen, la aventura trágica ocurrida entre Escobedo y García, en estos términos:

         Octavio Ramírez, un individuo de nacionalidad desconocida, de cuarenta y dos años de edad y apariencia mediocre, habitaba en un modesto hotel de arrabal hasta el día 12 de enero de este año.

         Parece que el tal Ramírez vivía de sus rentas, muy escasas por cierto, no permitiéndose gastos excesivos, ni aun extraordinarios, especialmente con mujeres. Había tenido desde pequeño una desviación de sus instintos, que lo depravaron en lo sucesivo, hasta que, por un impulso fatal, hubo de terminar con el trágico fin que lamentamos.
         Para mayor claridad se hace constar que este individuo había llegado sólo unos días antes a la ciudad teatro del suceso.

La noche del 12 de enero, mientras comía en una oscura fonducha, sintió una ya conocida desazón que fue molestándole más y más. A las ocho, cuando salía, le agitaban todos los tormentos del deseo. En una ciudad extraña para él, la dificultad de satisfacerlo, por el desconocimiento que de ella tenía, le azuzaba poderosamente. Anduvo casi desesperado, durante dos horas, por las calles céntricas, fijando anhelosamente sus ojos brillantes sobre las espaldas de los hombres que encontraba; los seguía de cerca, procurando aprovechar cualquiera oportunidad, aunque receloso de sufrir un desaire.

         Hacia las once sintió una inmensa tortura. Le temblaba el cuerpo y sentía en los ojos un vacío doloroso.

         Considerando inútil el trotar por las calles concurridas, se desvió lentamente hacia los arrabales, siempre regresando a ver a los transeúntes, saludando con voz temblorosa, deteniéndose a trechos sin saber qué hacer, como los mendigos.
Al llegar a la calle Escobedo ya no podía más. Le daban deseos de arrojarse sobre el primer hombre que pasara. Lloriquear, quejarse lastimeramente, hablarle de sus torturas...

         Oyó, a lo lejos, pasos acompasados; el corazón le palpitó con violencia; arrimóse al muro de una casa y esperó. A los pocos instantes el recio cuerpo de un obrero llenaba casi la acera. Ramírez se había puesto pálido; con todo, cuando aquel estuvo cerca, extendió el brazo y le tocó el codo. El obrero se regresó bruscamente y lo miró. Ramírez intentó una sonrisa melosa, de proxeneta hambrienta abandonada en el arroyo. El otro soltó una carcajada y una palabra sucia; después siguió andando lentamente, haciendo sonar fuerte sobre las piedras los tacos anchos de sus zapatos. Después de una media hora apareció otro hombre. El desgraciado, todo tembloroso, se atrevió a dirigirle una galantería que contestó el transeúnte con un vigoroso empellón. Ramírez tuvo miedo y se alejó rápidamente.

         Entonces, después de andar dos cuadras, se encontró en la calle García. Desfalleciente, con la boca seca, miró a uno y otro lado. A poca distancia y con paso apresurado iba un muchacho de catorce años. Lo siguió.
         -¡Pst! ¡Pst! El muchacho se detuvo.
         -Hola rico... ¿Qué haces por aquí a estas horas?
         -Me voy a mi casa... ¿Qué quiere?
         -Nada, nada... Pero no te vayas tan pronto, hermoso...
         Y lo cogió del brazo.
         El muchacho hizo un esfuerzo para separarse.
         -¡Déjeme! Ya le digo que me voy a mi casa.
         Y quiso correr. Pero Ramírez dio un salto y lo abrazó. Entonces el galopín, asustado, llamó gritando:
         -¡Papá! ¡Papá!
         Casi en el mismo instante, y a pocos metros de distancia, se abrió bruscamente una claridad sobre la calle. Apareció un hombre de alta estatura. Era el obrero que había pasado antes por Escobedo.
         Al ver a Ramírez se arrojó sobre él. Nuestro pobre hombre se quedó mirándolo, con ojos tan grandes y fijos como platos, tembloroso y mudo.
         -¿Que quiere usted, so sucio?
         Y le asestó un furioso puntapié en el estómago. Octavio Ramírez se desplomó, con un largo hipo doloroso.

¡Cómo debieron sonar esos maravillosos puntapiés!

Como el aplastarse de una naranja, arrojada vigorosamente sobre un muro; como el caer de un paraguas cuyas varillas chocan estremeciéndose; como el romperse de una nuez entre los dedos; ¡o mejor como el encuentro de otra recia suela de zapato contra otra nariz!

Así:

¡Chaj!

                   con un gran espacio sabroso.

¡Chaj!
                                                                                                         Pablo Palacios "Un hombre muerto a puntapiés"

domingo, 25 de abril de 2010

No existen hechos, sólo interpretaciones

   
      Cuando Niezstche escribió estas palabras, quizá no imaginó que se convertirían en estandarte del cambio de mentalidad literaria del siglo XX en relación al XIX. De un siglo donde el realismo y el naturalismo constituirían la espina dorsal de la literatura universal, donde se copia la naturaleza de una manera exacta, hasta el punto de ser ésta más importante que el propio hombre, se pasa a otorgar a las propias palabras, hasta entonces mero medio para representar la naturaleza, el papel de realidad misma. De este modo, la mentira y la verdad, el bien y el mal, se relativizan, y se otorga al hombre un papel protagonista en la literatura.

    Para ejemplificarlo, déjenme mostrarles uno de los cuentos más famosos e importantes del siglo XX.

      
     El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve o diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.

      Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo, comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido- en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.


      En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó (trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un sentimiento de poder.


     No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros. Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis, concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde. Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince, la víspera.


      El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora. Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió.


      Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.


      ¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida, en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una impiedad, como tirar el pan; Emma se arrepintió, apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran; en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.


      Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.

 

      La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.

       Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver. Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampi-dos y el humo lo hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a comprender.


       Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo que tantas veces repetiría, con esas y con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté...


La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

    
                                                     "Emma Zunz" Jorge Luis Borges. Extraído de su obra "El Aleph"

jueves, 22 de abril de 2010

La mirada coagualada del experto

  
     Miguel Ángel Buonarotti, uno de los personajes más importantes de la segunda mitad del Cinquecentto y padre del barroco en tanto en cuanto que padre del manierismo, decía: “la escultura ya está contenida en el bloque de mármol, sólo hay que quitar lo que sobra”. ¿Cómo contradecir esa simple y exacta idea de arte?, ¿cómo llevar la contraria a uno de los hombre más clarividentes y lúcidos que en el mundo han sido? Y es que la obra de arte es anterior a nosotros mismos, y es ella quien decide si nos autoriza o no a revelarla en su misterio. Es ella la que nos da o no el derecho de comprenderla, de sentirla, el derecho de decir que es nuestra, aunque, y esto ella lo sabe perfectamente, es justamente al contrario: somos suyos desde el momento en que la interiorizamos y le hacemos un hueco en nuestra alma.

     Ramón Gaya entendía, y de hecho, buscó siempre, el arte como transparencia. Velázquez hablaría del arte como representación de lo real, a la vez que de medio didáctico. Piero della Francesca asumiría éste como proporción matemática y Kandinsky como abstracción y renuncia a la realidad, sustituyéndola por un mensaje en clave de expresión de sentimientos. Personalmente, creo en la necesidad de entender el arte como medio. La obra de arte no es arte, ni siquiera está contenida dentro de éste, sino que es un medio para conocernos a nosotros mismos, para dibujarnos, e incluso para ocultarnos y mentirnos. Es la manera de establecer una comunión mística con el ego propio, y además, con el ego de aquellos que la miran y la sienten y la hacen suya, o, mejor dicho, se vuelven de la obra.

     Siempre hay alguien que, sin ser de la obra, clasificará y juzgará. Y seguramente lo hará maravillosamente bien en base a una serie de características comunes que la obra en cuestión guarde con otras ya clasificadas. Pero, si no ha caído preso de la obra, dará igual lo mucho y bien que conozca estas características comunes, pues no está viviendo en el espíritu de la obra, y sólo podrá juzgarla superficialmente. El artista, en su individualidad espiritual, debe huir de la mirada coagulada del experto, porque, de escucharle y de otorgar más valor a sus palabras que el meramente descriptivo, supone un encasillamiento, un condicionamiento a unas características que a lo mejor ni siquiera él supo nunca.

Huir de la mirada coagulada del experto.