jueves, 22 de abril de 2010

La mirada coagualada del experto

  
     Miguel Ángel Buonarotti, uno de los personajes más importantes de la segunda mitad del Cinquecentto y padre del barroco en tanto en cuanto que padre del manierismo, decía: “la escultura ya está contenida en el bloque de mármol, sólo hay que quitar lo que sobra”. ¿Cómo contradecir esa simple y exacta idea de arte?, ¿cómo llevar la contraria a uno de los hombre más clarividentes y lúcidos que en el mundo han sido? Y es que la obra de arte es anterior a nosotros mismos, y es ella quien decide si nos autoriza o no a revelarla en su misterio. Es ella la que nos da o no el derecho de comprenderla, de sentirla, el derecho de decir que es nuestra, aunque, y esto ella lo sabe perfectamente, es justamente al contrario: somos suyos desde el momento en que la interiorizamos y le hacemos un hueco en nuestra alma.

     Ramón Gaya entendía, y de hecho, buscó siempre, el arte como transparencia. Velázquez hablaría del arte como representación de lo real, a la vez que de medio didáctico. Piero della Francesca asumiría éste como proporción matemática y Kandinsky como abstracción y renuncia a la realidad, sustituyéndola por un mensaje en clave de expresión de sentimientos. Personalmente, creo en la necesidad de entender el arte como medio. La obra de arte no es arte, ni siquiera está contenida dentro de éste, sino que es un medio para conocernos a nosotros mismos, para dibujarnos, e incluso para ocultarnos y mentirnos. Es la manera de establecer una comunión mística con el ego propio, y además, con el ego de aquellos que la miran y la sienten y la hacen suya, o, mejor dicho, se vuelven de la obra.

     Siempre hay alguien que, sin ser de la obra, clasificará y juzgará. Y seguramente lo hará maravillosamente bien en base a una serie de características comunes que la obra en cuestión guarde con otras ya clasificadas. Pero, si no ha caído preso de la obra, dará igual lo mucho y bien que conozca estas características comunes, pues no está viviendo en el espíritu de la obra, y sólo podrá juzgarla superficialmente. El artista, en su individualidad espiritual, debe huir de la mirada coagulada del experto, porque, de escucharle y de otorgar más valor a sus palabras que el meramente descriptivo, supone un encasillamiento, un condicionamiento a unas características que a lo mejor ni siquiera él supo nunca.

Huir de la mirada coagulada del experto.

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